lunes, 18 de agosto de 2008

Ella.

Vale. Sitúate en una habitación ni demasiado grande, ni demasiado pequeña, pintada de blanco y con unos cuantos pósters en las paredes. Desde el umbral de la puerta, lo primero en lo que la gente suele fijar la vista es en la ventana, debajo de la cual, a un metro y medio, hay una cama de madera clara con una colcha rosa fucsia. Al otro lado de la cama hay un armario que ocupa dos paredes, y en la pared de enfrente, una mesa de trabajo con una silla de ruedecitas acolchada y tapizada.
Parece una habitación perfectamente normal y corriente, ¿no? Bueno, no pretendía ser de otra manera. Por lo que a la gente respecta, la normalidad parece ser algo bueno. Que el mundo no te mire (demasiado) por la calle se supone que es símbolo de normalidad: eres aburridamente igual que el resto y, como ninguno de ellos se dedica demasiada atención a sí mismo, ¿por qué iban a dedicártela a ti?
Pero lo que hace a esa habitación dejar de ser normal es la personita que está dentro de la cama. Duerme, con el pelo tricolor rodeándole la cara y el cuello en una postura que seguramente le causará un dolor desde la nuca hasta la mitad de la espalda que durará todo el día, como siempre; pero de momento no nota nada, su expresión es de tranquilidad y respira suavemente. La gente dice que tiene un rostro bonito (los hay que incluso dicen armonioso), pero ella no suele compartir esa opinión a excepción de algunos días contados. Sería mucho más armonioso sin una nariz que sobresaliera tanto, pero tiene una boca bonita y los ojos grandes y redondos. Ella es una de esas personas a la que la gente sí mira por la calle, aunque vaya disfrazada de normalidad (y no suele hacerlo).
Le queda poco para despertar. Como siempre, lo hará mirando fugazmente la puerta de la habitación, a la que, por manía, no puede darle la espalda, y luego fijando su mirada en la lámpara del techo. Adora esa lámpara. Se la hizo ella misma con esfuerzo y la ayuda de su padre, hará unos tres años, y cada día que la mira la ve diferente en cierto modo y le gusta más.

A la chica que está dormida en la cama le encanta recordar.
Recuerda, sin ir más lejos, los días que empleó con su padre en hacer la lámpara que cuelga del techo de su habitación. En aquellos días todavía eran felices todos, y cuando su padre quería verla sonreír, no tenía más que mirarla o tocar con un dedo casualmente cierta zona de su cintura para que ella se doblase involuntariamente entre risas, y levantase la cabeza hacia él sonriendo y pidiéndole que no volviera a repetirlo, aunque sabía perfectamente que él volvería a intentarlo pasados diez minutos.
Recuerda también el día de Reyes de cuando tenía siete años: esa mañana se levantó la última, y lo primero que vio fue a sus padres besándose sentados en la encimera de la cocina, con sus respectivas tazas de café a los lados. Se quedó mirándolos desde la puerta de la cocina con ojos de otra persona, porque tenía la impresión de que, si los interrumpía, esa faceta que estaba viendo se desvanecería para no volver más. Pasó un buen rato hasta que ellos se dieron cuenta de su presencia y procedió a abrir el regalo más grande (unos patines en línea), que agradeció con una sonrisa mellada.
Y, por supuesto, no puede olvidar el fatídico día hacía dos años, en que se despertó en una cama de motel sin saber dónde estaba. Al salir de la habitación todavía en pijama y asomarse al pasillo, vio a su padre tendido en el suelo en medio de un charco de sangre.
El dueño del motel accedió a llevarla a su casa (que no estaba demasiado lejos) a cambio de que ella no dijese nada de lo ocurrido. Su negocio iba perdiendo clientes progresivamente, y una investigación policial no hubiera sido lo más indicado para arreglarlo. Se hizo cargo de la situación y se las apañó para falsificar los papeles (con la colaboración de un contacto en la policía), poniendo en ellos que el padre de la chica padecía una extraña enfermedad de cuyo nombre ella nunca llegó a enterarse.
Al llegar a casa, encontró todo revuelto, y los cajones de su madre vacíos, pero ni siquiera lloró. De la incredulidad, le resultaba imposible.
Los recuerdos de aquellos días le dan dolor de alma, así que mantiene consigo misma la promesa de no desenterrarlos jamás a no ser que no tenga más remedio.



Pero ¡¡sshh!!, ya le toca despertar. Nunca utiliza despertador, se despierta siempre sola a la hora que debe. Se levanta, se cepilla el largo pelo tricolor (el cual, después de mucho tiempo, ha conseguido que le llegue a la cintura), se viste y sale a trabajar.
Después tendrá que ir a clase, pero de momento todo está centrado para ella en el trabajo, en el poco dinero que pueda ganar para mantener la casa donde vive desde que nació: siente cómo le susurra que nunca va a escapar de allí.

viernes, 15 de agosto de 2008

¿Por qué tan serio?

1976, China, un terremoto sacude todo el país dejando a su paso a 600.000 muertos; El volcan Krakatoa, en la isla de Java, a finales del Siglo XIX dejó 36.000 muertos; Producto de la explosión de la central nuclear de Chernobil murieron 800.000 personas; En la Primera Guerra Mundial cayeron ocho millones de soldados, mientras que en la segunda cayeron sesenta millones; Los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki acabaron con la vida de 120.000 personas; 850.000 personas tuvieron que abandonar su hogar durante la Guerra de Kosovo...


Y hay gente que sólo llora porque no le dan un abrazo.


¿Por qué se le da tanto valor al que te besa cuando caes y tan poco al que te da la mano para que te levantes?.

martes, 12 de agosto de 2008

Como para no dormir

Hay días en los que te das cuenta de que no eres más que 24 parejas de cromosomas, los cuales forman tu ADN. Y, entonces, te pones a pensar...

Y ves que tienes 24 cromosomas de tu padre y 24 de tu madre, quienes tienen 24 de tus abuelos y 24 de tus abuelas cada uno, quienes tienen 24 de tus bisabuelos y 24 de tus bisabuelas, y así hasta el principio de los días.

Y a su vez ves lo realmente improbable que es que de esas 24 parejas de cromosomas que te han dado tus padres sean exactamente esos cromosomas, contando, a su vez, lo realmente improbable de que tus padres tengan exactamente esos 24 cromosomas de tus abuelos y de nuevo a empezar la cadena.


Y ahora es cuando piensas "Pues vaya, soy más que una cadena de ácido desoxirribonucleico".